sábado, 5 de septiembre de 2015

Agenesia de Corazón



Un relato antiguo, que escribí para uno de esos proyectos locos que a veces hago, que al final no llegó a nada...

El relato está escrito en estilo de Historia Clínica y se aleja mucho de mis temas y mi estilo habituales. Por eso, quizás, me gusta tanto.

Disfrutadlo.




MOTIVO DE CONSULTA: Agenesia de corazón


DATOS DE FILIACIÓN

Nombre: Luz. Apellidos: Desconocidos.
Fecha de Nacimiento: Indeterminada.
Número de Historia Clínica: 4297
Médico responsable: Dr. Juan José Hidalgo Díaz

ANTECEDENTES PERSONALES

Alergias diagnosticadas:
El dolor ajeno
Las hojas caídas en otoño
La gente que dice “sí” cuando quiere decir “no”
Enfermedades crónicas:
Soñadora
Tímida
Hábitos tóxicos:
Danzar bajo la lluvia durante horas
Mirar golosinas sin tener realmente hambre
Abrazar a todos los perros que se encuentra por la calle.
Cirugías previas: No conocidas.
Tratamientos:
Helado de tipo “chocolate”, doscientos gramos por dosis, a demanda.
Películas románticas que terminan bien, dos unidades cada cinco días aproximadamente, acompañado de dos dosis de pañuelos de papel.

ANAMNESIS POR APARATOS

Cabeza y sentidos:
Dolor de cabeza: sólo si se emborracha. Mareos, vértigos: Frecuentes porque refiere pasarse el día dando vueltas a las farolas. Pérdida de visión: Sobre todo cuando no quiere ver. Pérdida de audición: Hay cosas que prefiere no oír. Otras alteraciones de los sentidos: No. Alteraciones del habla: Balbuceos incoherentes cuando tiene que hacerse oír.
Cardiorrespiratorio:
Dolor de pecho: No. Palpitaciones: Ojalá. Sensación de ahogo: Cuando no respira. Tos: No.
Digestivo:
Náuseas y vómitos: Ante la hipocresía. Ante hablar en público. Dolor de estómago: También si tiene que hablar en público. Ardores: No. Digestiones pesadas: No habitualmente.
Reno-urinario
Molestias al orinar, escozor, dificultad para orinar: A una señorita, refiere, no se le preguntan esas cosas.
Locomotor:
Dolor de espalda: No. Dolor de miembros: Sí, dice que lo llama “agujetas”. Pérdida de fuerza: En las piernas, que le tiemblan a menudo.

ENFERMEDAD ACTUAL

Paciente de una edad indeterminada (refiere ser antigua como el tiempo y joven como el azahar en primavera), que aparenta aproximadamente veinte años. Acude refiriendo no tener corazón.

― ¿Cómo dice?
―Que no tengo corazón ―me respondió, orgullosa.
Aparté la mirada de la pantalla del ordenador y me detuve a mirar a la paciente. Ella no era capaz de sostenerme la mirada e incluso se ruborizó un poco.
― ¿A qué se refiere con que no tiene corazón?
Era la última paciente del día. Estaba citada para la una y media, eran las cinco y cuarto y yo aún no había comido. El hambre, la falta de sueño y de nuevo el hambre estaban haciendo mella en mi capacidad de concentración. De repente, me fijé en los datos de la historia clínica que había rellenado. ¿”Tratamientos: Helado”? Sacudí la cabeza, realmente confuso.
―Que no tengo corazón.
Se señaló el pecho con el dedo, muy firmemente. Para afirmar aquello sí me miró a los ojos, pero luego volvió a apartar la mirada.
―Eso ya lo escuché ―espeté.
Cómo Ser Borde Con Pacientes Poco Colaboradores. Lección uno, epígrafe seis. “Eso ya lo escuché”.
―Entonces no me pregunte de nuevo ―parecía terriblemente ofendida.
Permanecí unos minutos contemplando cómo ella se interesaba por los dibujos anatómicos que adornaban la consulta, preferentemente aquellos más lejos de mí.
―Le pregunto sobre aquello que le hace creer que no tiene corazón.
―Verá, si usted no tuviera mano, lo notaría, ¿no?
―Bueno, señorita, es que yo puedo ver mi mano.
Me miró con repentina ira.
―Está bien, doctor Listillo, ¿y si no tuviera hígado?
―Si no tuviera hígado, me moriría.
― ¿Ve entonces lo problemático de no tener corazón?
―Existe una diferencia. Es decir, si no tuviera corazón se moriría inmediatamente.
Abrió repentinamente los ojos, pálida, con los labios temblándole de puras ganas de llorar.
―No estoy diciendo que se vaya a morir ahora mismo ―dije con cansancio.
―Lo acaba de decir ―me acusó, señalándome con el dedo.
―Lo que acabo de decir es que si no tuviera corazón estaría ya muerta.
Empezó a mirar a todos lados, como un cervatillo asustado.
―A lo mejor estoy muerta ya, a lo mejor soy un fantasma. ¿Soy un fantasma? ―Me miró directamente a los ojos, con una expresión de verdadero pánico en el rostro.
Miré de reojo el montón de hojas de interconsulta. En la primera ya veía escrita la palabra “psiquiatría”. Suspiré de nuevo.
―Señorita, nunca he visto fantasmas y no voy a empezar a verlos ahora.
―Bueno, entonces ¿qué? ¿Estoy viva o muerta?
Ahogué un grito de salvaje irritación.
―Señorita, está viva. Ergo tiene corazón. Ergo no hay más discusión posible.
Estaba furibunda, tanto que me clavó la mirada y me dijo:
―Esto no funciona así, doctor Listillo. Yo tengo un problema, usted busca la razón y lo arregla. Y mi problema es que no tengo corazón.
La miré, empezando a resignarme.
―Mire, le propongo un trato, me permite comprar un sándwich de la máquina de enfrente y una cocacola light, me deja seis minutos para tomármelos y empezamos de nuevo.
― ¿No ha comido? ―Me miró incrédula.
―No. No he comido. ¿Acaso me ha visto salir de aquí?
―No lo sé, he llegado a las dos y cuarto.
Fruncí el ceño.
―Estaba citada a la una y media.
―Son las cinco y cuarto y acabo de entrar. He llegado pronto.
Tenía razón, así que me quedé en silencio. Ella comenzó a curiosear la consulta.
― ¿No iba a comer? ―Me preguntó, sin mirarme directamente.
―Hasta ahora ―dije, saliendo de la consulta.
Tardé cuatro minutos en comer. Cuando volví, ella me miraba sonriente.
― ¿Ya puede escucharme bien?
Asentí, reprimiendo un eructo con la mano. Ella señaló mi silla, apremiante. Tenía los pies descalzos sobre el asiento y se sujetaba las rodillas con el brazo. No soy religioso, pero si lo fuera, hubiera pedido paciencia a Dios y a todos sus Santos. Rodeé la mesa, me senté con calma, hice crujir mis nudillos y me puse delante del ordenador.
―Vale, está bien, como tú quieras ―dije, sin dirigirme realmente a ella―. ¿Desde cuándo nota usted estos síntomas?
Frunció el ceño.
―Me refiero a desde cuándo ―hice una pausa, renuente a decirlo―, desde cuándo no tiene corazón.
Sonrió.
― ¡Ah! ¡Eso! Creo que nunca lo he tenido.
Mis ojos se cerraron involuntariamente en un gesto que clamaba por golpearme la frente con la palma. La miré con el rostro de desesperación que guardo para pacientes especialmente insufribles, como era el caso.
―Si nunca ha tenido corazón, nunca ha podido estar viva…
Ante su cara, mezcla de sufrimiento y tozudez, alcé ambas manos en son de paz.
―Está bien, está bien. Ya redacto.

Refiere que padece este problema “desde siempre”.

― ¿Puedo preguntarle por qué no ha venido antes al médico por su problema?
―No me había dado cuenta hasta hace poco.
―“Hace poco” ¿cuánto es?
―No sé, hace poco.
―Un mes, un año, dos años, tres días, quince minutos…
―En algún momento entre hace dos años y quince minutos. O puede que fuera antes o después.
―Después no es posible.
― ¿Y por qué no? ―Me preguntó ofendida.
―Porque hace quince minutos estaba en la consulta comentándome que no tenía corazón, así que como mínimo lo sabe desde entonces.
― ¿Sabe que se gana el mote de doctor Listillo, doctor Listillo?
―Se sorprendería de la cantidad de gente que me dice eso a lo largo del día.

Al parecer, hace relativamente poco que se ha dado cuenta del problema (entre dos años y quince minutos).
No presenta síntomas acompañantes, excepto los propios de su problema, esto es: no se emociona cuando ve una pareja besándose, no siente ganas de reír cuando sale el sol después de una semana de lluvia, no nota palpitaciones cuando ve un chico guapo.

―Creo que lo que usted está describiendo es más bien anhedonia ―comento.
―No conozco ninguna Anhedonia. ¿Es simpática?
Era una de esas ocasiones en las que creo firmemente que intentan tomarme el pelo. Reprimí el impulso de buscar la cámara oculta y, dirigiéndome hacia la paciente, solté:
―Anhedonia es la incapacidad de tener sentimientos.
―Tiene voz de documental ―se rió de mí―. Debería dedicarse a grabar documentales: “Descubra medicina con el doctor Listillo”.
―Señorita, estoy haciendo lo imposible por tomarme en serio su caso, son más de las seis menos cuarto, por favor le pediría que se abstuviera, al menos, de bromear a mi costa.
Se lo dije con mirada severa, y ella se mostró auténticamente avergonzada, pero he de confesar que había tenido que reprimir una carcajada. Doctor Listillo me viene como anillo al dedo.
― ¿Algún otro síntoma?
―No, que yo sepa.
―Bien, pasemos a la camilla.

EXPLORACIÓN

Paciente consciente, orientada y colaboradora (relativamente, añadí mentalmente). Bien hidratada y perfundida. Eupneica en reposo. Normoconfigurada.

Luz era una muchacha pequeña y pizpireta. Tenía unos ojos enormes, como de cachorro, y una nariz que, sin ser bonita, le daba cierta armonía al rostro. Tendía a arrugar la barbilla cuando se entristecía.
―Siéntese en la camilla. Dejaremos la auscultación cardiaca para el final, ¿le parece bien?
―No sé. Sí, supongo que sí.
Asentí, sonriendo.

Cabeza y cuello:
Pupilas isocóricas y normorreactivas (ojos que parecían azules pero a la luz de la linterna se volvieron verdes). Mucosa orofaríngea sin alteraciones (aunque tuve problemas para observar la garganta porque no quería parar de hablar mientras le observaba y se negaba a que usara el depresor). Cuello (blanco, delgado y delicado) sin bocio, sin adenopatías, sin ingurjitación yugular. Pulsos carotídeos conservados y simétricos.
Tórax:
            Normoconfigurado. Auscultación pulmonar (puse el fonendoscopio sobre la camiseta malva que llevaba, que era lo bastante fina y, siendo una mujer joven, preferí no hacerle pasar por el apuro. Ni hacerme pasar a mí por el apuro, ya puestos), murmullo vesicular conservado bilateral, sin sonidos patológicos.
Abdomen:
(Hice que se descubriera una barriga bien formada, con un ombligo curioso adornado con un piercing rojo) Blando, depresible, sin masas, megalias ni puntos dolorosos (con cosquillas). Sin signos de irritación peritoneal. Ruidos hidroaéreos presentes.
Pulsos distales: presentes.
Exploración neurológica: Normal.

―Ahora voy a auscultarte el corazón, ¿vale?
Ella asintió.
―Si no tienes corazón, no escucharé nada. Y si no me crees, no te preocupes, que lo vas a escuchar tú misma.

Latido rítmico y regular, sin soplos ni ruidos patológicos.

―Tienes corazón.
―No. No tengo corazón.
―Acabo de escucharlo.
Me miró llena de sospecha. Ya estaba preparado para eso. Coloqué las varillas del fonendoscopio en sus oídos y luego, con cuidado, coloqué la membrana sobre el esternón.
― ¿Ves? Late. Tienes corazón.
―Escucho una especie de dum-lup.
―Son los latidos de tu corazón. Dum, sístole, lup diástole. Tienes corazón.
―No. Eso sólo demuestra que hay algo en mi pecho que hace dum-lup, pero no que eso sea mi corazón.
Estuve a punto de perder los nervios, la paciencia y la educación. No sé aún qué me reprimió, si mi sentido común o los enormes ojos de ella, que mostraban verdadero sufrimiento ante el hecho, para ella innegable, de que no tenía corazón.
― ¿Qué más quieres? Por todos los santos, ¿qué más necesitas para convencerte que tienes corazón?
―Tenerlo.
Así las cosas, a punto de berrear como un bellaco, decidí continuar. Siempre adelante, sin detenerme.
―Haremos una serie de pruebas complementarias, ¿te parece?
―No lo sé, ¿me darán un corazón?
―No. Te demostrarán que tienes uno.
No me discutió. Pero en sus ojos vi la verdad: ¿cómo podía yo demostrarle que tenía corazón si no lo tenía?

PRUEBAS COMPLEMENTARIAS

Luz miró pensativa la imagen que le devolvía la radiografía. Estaba colocada en el negatoscopio (adoro esa palabra), la enorme pantalla blanca. Mostraba el interior de Luz: sus pulmones, negros, sus costillas, blancas. El contorno de su piel se adivinaba en los bordes. Justo entre un pulmón y otro aparecía un espacio en blanco, que señalé.
―Esto es el mediastino ―dije, con mi voz de documental.
Ella asintió.
―Y esta imagen de aquí, en el mediastino, es el corazón.
Señalé una figura blanca, con forma de gota torcida hacia el pulmón izquierdo, abajo del todo. La contorneé con el dedo e incluso señalé qué borde pertenecía a la aurícula derecha y cuál al ventrículo izquierdo.
―Pero no está, ¿lo ve? No tengo corazón.
Miré la radiografía.
― ¿No lo ve?
―Veo que no está. Sólo un agujero en blanco.
―Es una radiografía, en la radiografía el corazón no se “ve”, se ve sólo el espacio que ocupa.
Me miró firmemente a los ojos, con una dureza y una seriedad que no le podía atribuir.
―Doctor Listillo, usted me enseña el hueco donde debería estar un corazón y me dice que está ahí. No es muy convincente, ¿verdad?
Respiré pacientemente. Estaba aprendiendo lo que era la paciencia con Luz. Además, tenía un as en la manga.
―Vale, está bien, quizás la radiografía sea el peor método del mundo para demostrar la existencia del corazón…
― ¿Entonces por qué me la ha hecho?
―Para estudiar su corazón. Medir el índice cardio-torácico, comprobar su morfología…
―Pero si no está.
―No le puedo explicar Radiología Clínica en cinco minutos, señorita.
Cómo Ser Borde Con Pacientes Poco Colaboradores. Lección ocho, párrafo siete: “No le puedo explicar (inserte el nombre de la materia en cuestión) en cinco minutos señora/señorita/caballero”.
―Pues no lo intente.
Lo más irritante de Luz era cuando tenía razón. Me di la vuelta por no gritarle o sonreírle y me dirigí a la mesa de mi consulta, donde guardaba el arma secreta. Entre los papeles de la historia de Luz se encontraba la prueba definitiva. Cogí la larga tira de papel plastificado y se la mostré con una sonrisa henchida de orgullo.
― ¿Ve? Tiene corazón.
― ¿Qué es esto? ―Preguntó, mirándolo como si le hubiera entregado una rata muerta.
―Es un electrocardiograma, un estudio de la actividad eléctrica cardiaca. El corazón funciona a través de ondas de voltaje que…
―“El doctor Listillo explica: el electrocardiograma, el apasionante mundo del voltaje”.
La miré con tal censura que enrojeció hasta parecer un tomate maduro. Espero que así no notase la risilla que se me había escapado.
―Simple y llanamente esto es un registro de su corazón, de cómo funciona.
Luz contempló las ondas dibujadas entre cuadrados rosas. Luego me miró. Sabía lo que iba a decirme. Lo sabía mucho antes de que lo hiciera.
―Esto sólo demuestra que hay electricidad en mi pecho, no que hay un corazón.
La contemplé, demasiado agotado para contestar. Finalmente lo había conseguido, mi mano cogió la primera de las hojas de interconsulta y comenzó a rellenarla, ante la perpleja mirada de Luz.

EVOLUCIÓN

Hoja de Interconsulta

De: Dr Hidalgo Díaz
A: Psiquiatría

Datos clínicos: Paciente de aproximadamente veinte años que acude a consulta refiriendo “ausencia de corazón”, según ella congénita, que se ha manifestado con sintomatología recientemente. En historia clínica, síntomas de anhedonia leves. Exploración física normal, exploración neurológica normal, ruego valoración.

Respuesta: Descartar patología orgánica. Un saludo.

―Tenemos que hacerle una serie de pruebas, Luz.
Estaba serio, demasiado serio. Luz me miraba con algo de temor.
― ¿Es algo malo?
―Para nada ―negué―. Simplemente quiero que le echen un vistazo los compañeros de psiquiatría.
―Los loqueros.
―No. No. Llamarlos loqueros es una estupidez. Simplemente son encargados de enfermedades que no vienen del cuerpo.
―Pero a mí me falta el corazón, eso es un problema del cuerpo.
―Luz, escúcheme bien, por favor. Hemos de descartar que padezca alguna patología psiquiátrica grave, ¿me comprende?
Asintió, no muy convencida, sin comprenderlo muy bien.
―Entonces debería verla psiquiatría, hasta aquí todo bien, ¿no?
Volvió a asentir. Hasta ahí todo mal.
―Pero quieren descartar que tenga alguna patología orgánica antes de verla, ¿comprende usted eso?
Un nuevo asentimiento, acompañado de una sonrisa. Antes de que hablase, ya sabía lo que iba a decir:
―Comprobar que no tengo corazón de verdad.
La miré directamente a los ojos, apesadumbrado. No contesté aquello. Algunos días aún me acuerdo de cómo no conteste a aquello y me siento un ser execrable. Pero eso es otra historia.
―Tenemos que hacerle una analítica de sangre, un TAC craneal y sería conveniente una punción lumbar.
―Suena doloroso ―dijo con temor.
―Sólo lo último ―admití.
― ¿Y si no quiero hacerlo?
Hay veces en las que las situaciones difíciles hacen saltar resortes de comportamientos aprendidos. Evidentemente, aquella era una de esas veces.
―Por supuesto, está en su derecho de decidir si hacerse o no una prueba, pero yo, como médico, he de…
Me cogió de ambos brazos, casi subiéndose a la mesa, me miró con sus ojos de cachorrillo y me dijo:
―Tengo miedo, ¿me comprende? Tengo miedo del dolor y de que si sigo mucho tiempo sin corazón pueda morirme, o peor seguir viva y sin corazón y entonces me muera de pena sin morirme de verdad. ¿Hasta ahí todo bien? Sólo le pido que me diga si usted cree necesario que me haga todas esas pruebas aunque sean dolorosas, y yo aceptaré, pero necesito que usted me dé su confianza porque yo no tengo de eso, ¿comprende usted eso?
Asentí lentamente. Ni comprendía ni estaba todo bien. No obstante, me recompuse como pude, cogí sus brazos con mis manos y la miré con toda la seguridad que tenía dentro, que no era mucha.
―Luz, no sé si todo esto lleva a algún sitio o no, pero es lo único que se me ocurre para ayudarle.
Nunca he sido tan sincero con un paciente y dudo que lo vuelva a ser nunca.
―Confiaré en usted, doctor Listillo ―volvió a su sitio―. Pero porque usted es el doctor Listillo, ¿eh?
Y tuve que sonreír.

PRUEBAS COMPLEMENTARIAS (2)

La analítica no fue nada. El TAC tardó en realizarse, pero no fue nada trágico. Ambas pruebas me devolvieron lo que ya sabía: una normalidad que los médicos consideramos insultante.
Pero la punción lumbar era otra cosa. La habían citado para por la tarde, en la consulta de neurología, y el día antes Luz apareció en mi consulta sin cita previa. Esperó pacientemente hasta que terminé con los citados y entonces entró en tropel, mientras me quitaba la bata.
―Tiene que venir conmigo ―me dijo, muy seria.
La miré sin comprender.
―Mañana, por la tarde, tiene que venir conmigo.
― ¿A dónde? ―Pregunté.
―A la prueba.
La miré, compasivo.
― ¿No puede acompañarle nadie?
―Venga usted, doctor. Por favor.
No me dijo que ella había confiado en mí. No hizo falta.

Luz estaba colocada de lado en la camilla. Se agarraba las rodillas con las manos y escondía la cabeza en su pecho. No podía verla, pero algo me hizo saber que había una lágrima de miedo en su mejilla. La neuróloga la tranquilizaba con palabras dulces.
―No te preocupes, pequeña. Será sólo un pinchazo, estás muy delgadita y tardaré poco.
Luz gimoteó en asentimiento. Yo estaba allí.
― ¿Es familia tuya? ―Me preguntó la neuróloga.
Negué con la cabeza.
―Es una paciente de mi consulta.
― ¿Acompañas a todos los pacientes a sus pruebas?
―Se lo pedí yo ―dijo Luz, desde el fondo del ovillo que estaba hecha―. Me da mucho miedo el dolor.
La neuróloga me lanzó una mirada que quería incitar muchas cosas y censurar aún muchas más. Yo negué serio con la cabeza.
―Simplemente no me pude negar.
No tenía más explicación.
―El doctor Listillo, que se cree un caballero andante ―soltó de improviso Luz.
La neuróloga comenzó a reírse. Yo cerré los ojos, agaché la cabeza y me preparé mentalmente. Ahora esperaría con ansiedad la primera interconsulta a nombre del “dr. Listillo”.
―Bueno, pues el doctor Listillo debería apretar la mano de la paciente, si tan caballeroso es.
Miré a la neuróloga, que me sonreía divertida. Me dirigí al otro lado y tendí mi mano a Luz. Ésta la cogió con sus dos manitas, pequeñas, de dedos finos. Estaban heladas.
―No me suelte, doctor.
―No se preocupe, Luz.
Y me descubrí arrodillado, con una mano entre sus palmas y la otra acariciando el dorso de sus manos. Unos ojillos verdes de cachorrillo me miraron desde el interior del ovillo e involuntariamente guiñé un ojo.
He de quitarme esa mala costumbre de guiñar. Algún día lo voy a pagar caro.
La punción continuó sin mayor problema, menos dolorosa de lo que Luz hubiera esperado nunca. La neuróloga contempló el frasquito con líquido cefalorraquídeo a contraluz.
―Lo voy a mandar al labo, pero ya te digo que no tiene nada.
―Lo sé ―respondí resignado.

Hoja de Interconsulta (2)

De: Dr Hidalgo Díaz
A: Psiquiatría

Datos clínicos: Paciente de aproximadamente veinte años que acude a consulta refiriendo “ausencia de corazón”, según ella congénita, que se ha manifestado con sintomatología recientemente. En historia clínica, síntomas de anhedonia leves. Exploración física normal, exploración neurológica normal. TAC normal, analítica de sangre normal, punción lumbar normal. Ruego valoración.

Respuesta: Descartar patología orgánica. Un saludo.

Aquello ya era una cuestión personal. El psiquiatra en cuestión y yo habíamos tenido alguna discusión algo amarga por casos previos, pero aquello rozaba lo poco profesional.
―Habrá que descartar primero la patología orgánica.
―Le he realizado analítica completa, “TAC” de cráneo e incluso una punción lumbar ―le respondí, con más cansancio que ira.
―No, no. Me refiero a que habrá que comprobar que tiene corazón. Doctor Listillo.
Miré al psiquiatra que, con suficiencia por encima de sus gafas de pasta naranja, me sonreía. Estaba siendo cruel adrede, como venganza por algo realmente horrible que le hubiera hecho en el pasado. Intenté refrescar mi memoria, buscando algo suficientemente malo como para semejante venganza. No encontré nada, pero me iba asegurar de que en un futuro cercano hubiese algo que se aproximase.

PRUEBAS COMPLEMENTARIAS (3)

Encontrándome ante la circunstancia que el psiquiatra se negaba a ver a la paciente, y siendo imposible para mí en ese momento sortearla para que la viese otro profesional, me encontré pidiendo un favor inesperado por la paciente más exasperante y odiosa que había tenido.
No podía hacer otra cosa.
―Sé que lo que te estoy pidiendo no es ortodoxo.
―Ni ortodoxo, ni sensato ni nada, hostias. Es una gilipollez de órdago, Juanjito.
La radióloga me miraba indignada, porque lo que estaba pidiéndole era todo lo que ella había dicho y algo más. Y porque era mi amiga.
―Doctor Listillo, si no te importa.
Soltó una carcajada desganada.
―Pero vamos a ver, Juanjo, ¿tú qué interés tienes en esa chica?
―Sabes que no. Que esto no es por eso.
―Lo sé, es lo que no me acaba de caber en la cabeza contigo.
Me encogí de hombros. Me miró mientras exhalaba por la nariz y negaba con la cabeza.
―Tanto ir por ahí con el cuento de que no tienes corazón y luego haces gilipolleces de estas.
Tuve que alzar una ceja. Maldita sea, me tienen demasiado calado. Voy a tener que buscar otro hospital donde no me conozcan.
―Espera un momento ―dije.
―Uno, dos o tres, pero no le voy a hacer una gammagrafía con talio para demostrarle que tiene corazón a una paciente sana. Que lo sepas.
― ¿Qué has dicho antes?
― ¿Qué no paras de hacer gilipolleces?
―No. Que voy por ahí diciendo que no tengo corazón.
―Ah, eso. Sí. Últimamente te ha dado por esa pollada de que no tienes corazón.
La miré, con una sonrisa algo loca.
―Creo que me has dado la solución, doctora.
Salí de allí escopetado. A lo lejos, la radióloga gritaba:
― ¡Eso se merece una caña, lo menos!

JUICIO CLÍNICO

Luz entró en la consulta. Yo estaba serio. Sé ser buen actor cuando la ocasión lo requiere.
―Siéntese. Tenemos que hablar ―dije.
Ella, tímida como un animalillo del bosque, casi trepó a la silla. Me dieron tentaciones de dejar la pantomima, pero era necesario para que aquello funcionase.
―No podemos hacer la prueba ―le solté con brusquedad.
Calculadamente brusco. Ella torció sus cejas en un gesto que parecía más de dibujos animados.
―La radióloga no puede hacerlo. No tiene sintomatología cardiaca ni nada que lo justifique. ¿Sabe acaso lo cara que es esa prueba? ―Para eso último me eché sobre la mesa, con las manos cruzadas, el ceño fruncido.
Ella negó con la cabeza.
―Pues es realmente cara. Sólo puede hacerse si está justificada, y en este caso no lo está.
Estaba al borde de las lágrimas.
― ¿Entonces qué podemos hacer, doctor?
No respondí inmediatamente.
―Lo primero que voy a hacer es pedirle perdón, Luz.
Aquello arrugó más aún su ceño.
― ¿Perdón?
―Le he sometido a pruebas, le he hecho esperar una eternidad y alguna vez he pedido la paciencia con usted.
Ella no comprendía nada.
―Pero eso se acabó. He estado releyendo con cuidado su historia clínica, ¿sabe? Y creo que he descubierto la clave de su mal.
Tenía toda su atención fijada en mí.
―Su problema no tiene nada que ver con la medicina, Luz. ¿Lo sabe?
Aquello fue un mazazo. Las lágrimas que amenazaban con salir recorrieron sus mejillas. Su barbilla se arrugó y su nariz se contrajo. En su mirada había una decepción tan honda y profunda que me rompió algo por dentro. Pero no podía detenerme.
―Eso no significa que la medicina no pueda ayudarle.
El torrente quedó contenido, un suspiro antes de derramarse.
―Hable ya, doctor Listillo.
―Habría que probar un tratamiento especial. Es experimental, pero podría funcionar.
― ¿Un tratamiento? ¿De qué tipo?
―Le voy a recetar algo que, confío, acabe con su problema.
La desconfianza brillaba en sus ojos.

PLAN

Contemplé los ojos implorantes de Luz y le sonreí. Cogí mi talonario de recetas, mi pluma favorita, y rellené una con cuidado. Estampé mi sello en ella y, como colofón, dibujé un corazón allí donde tenía que escribir el medicamento.
Sé dibujar bastante bien, lo bastante como para dibujar un corazón anatómicamente aceptable. Pero no hice eso.
Dibujé un corazón. Le di la receta a Luz y entonces comenzó a brillar como, quizás, había tenido que brillar siembre. Desde su sonrisa a sus ojos pasando por todo su rostro. Se abalanzó sobre mí tan rápido que no me di cuenta, me plantó un beso tenue en la mejilla que me rozó la comisura del labio y, antes de salir de la consulta, me miró:
―Gracias, doctor.
Tan sólo unos minutos después de que Luz se hubiera marchado noté la sonrisa que me había dejado clavada en el rostro. Entonces descubrí que no sólo Luz había conseguido un corazón aquel día.

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