jueves, 2 de abril de 2015

Esto es el colmo

Tengan a bien sus mercedes saber que los siguientes pliegos son una ficción de aficionado, por tanto sin ánimo de lucro, basada con ánimo de halago y respeto en los folletines llamados "El Ministerio del Tiempo".
Tanto dicho Ministerio como los personajes de éste que aquí concurren tienen propiedad intelectual.



―Vive Dios, que mi cabeza parece que va a estallar… ―decía Alonso mientras subían juntos por la Escalera del Ministerio.

                ―No eres el único―. Julián se sostenía la frente con la palma de la mano. ―Es como una resaca de calimocho pero en peor…

            ―Entonces no quiero saber qué es ese calimocho… ―sentenció Amelia.

            ―Y tú te llamas estudiante, alma cándida…

            ―Callaos los dos, os lo suplico, vuestra cháchara va a freírme los sesos.

            En lo alto de la Escalera, al lado del funcionario, los esperaba Angustias.

            ―El jefe quiere veros.

            ―Pero si acabamos de terminar una misión ―se quejó Amelia.

            ―Aún ni yantar hemos podido, ocupados en haer pantomimas y fantasmagorías para el tal Bécquer ese.

            ―Ya, ya lo sabe, pero es Semana Santa y la mitad de los funcionarios están de vacaciones.

            ―¿No hay servicios mínimos o algo? ―preguntó Julián.

            Angustias alzó una ceja.

            ―Vale, nosotros somos los servicios mínimos. No sé ni de qué me extraño.

            ―Ah, casi se me olvida, tomad.

            Angustias sacó de su bolso tres pastillas blancas y tres botellines de agua.

            ―Ibuprofenos. Para el dolor de cabeza.

            Los tres fruncieron el ceño mientras observaban con desconfianza a la secretaria.

            ―El jefe os lo explicará. Pero tenéis que daros prisa, hace rato que habéis llegado.

            Sin darles tiempo a preguntar, Angustias se dio la vuelta y se dirigió al despacho de Salvador Martí. Julián se tomó la pastilla con un largo sorbo de agua. Alonso miraba el comprimido en su mano.

            ―¿Es segura la medicina ésta?

            Amelia se encogió de hombros pero también se tragó la pastilla, antes de abrir la marcha.

            ―Seguro, seguro, que un día uno se muere ―le respondió Julián antes de seguir a Amelia.

            ―Pues si de algo hay que morirse, que no sea por este dolor de cabeza, por Dios bendito.

           

―Los he convocado para una misión de extrema urgencia.

            ―Eso nos ha dicho Angustias, ¿de qué se trata?

            Ernesto, desde su posición a la derecha de Salvador, encendió la televisión. Allí, un vídeo de mala calidad se reproducía en una plataforma conocida de internet.

            ―Hace cinco horas, alguien ha subido esta imagen a internet. Está hecha con un móvil.

            En la imagen, un hombre de edad avanzada y rostro congestionado gritaba a otro, más joven. El mayor vestía una chaqueta gris y una camisa blanca, con el cuello levantado sujeto por un pañuelo. El otro, una camiseta de un grupo de metal escandinavo.

            ―¿Qué es ese galimatías que hay escrito debajo?

            ―Parece un idioma escandinavo.

            ―Tiene razón, Amelia, como de costumbre. Es sueco.

            ―Y el hombre mayor que grita… ¿es él?―. Amelia buscó confirmación en los ojos de Salvador.

            ―¿Es quién? ¿Cervantes, Ramón y Cajal? ¿O Don Juan Tenorio? Porque visto que el Lazarillo existía…

            ―No, es Don Francisco José de Goya y Lucientes ―le corrigió Ernesto.

            ―Acabáramos, ¿y cómo un guiri sueco tiene un vídeo de Goya discutiendo con un heaviata? ¿Hay alguna puerta en Torremolinos o algo?

            ―La hay, pero para el Torremolinos de los 70 ―dijo Irene mientras entraba―. ¿De dónde crees que saco este moreno?

            ―No, este vídeo lo tomaron en Suecia ―respondió Salvador.

            ―Pero eso es imposible, Suecia nunca ha pertenecido a la corona española, está fuera de nuestra jurisdicción―. El rostro de Amelia se ensombreció―. ¿Tiene algo que ver el americano?

            ―De eso vengo ―le respondió Irene―, de informarme. Nuestros expertos no han notado rastros temporales de un túnel ni ahora ni en el siglo XIX.

            ―Que quiere decir, en cristiano, para aquí Alonso y para mí…

            ―Tenemos a nuestros expertos haciendo rastreos sistemáticos de alteraciones temporales, estamos casi seguros de que Walcott no ha viajado a la época de Goya ni a nuestros días.

            ―¿Entonces? ―preguntó Amelia.

            ―Entonces vamos a enviar a nuestro mejor equipo a investigar, claro está.

            ―Su mejor equipo o el único que no está de vacaciones, vamos ―dijo Julián.

            ―Para el caso es lo mismo. Por cierto, ¿cómo están del dolor de cabeza?

            ―Pues ya va mejor, gracias… Espere un momento, ¿cómo sabía usted…?

            ―Ernesto, explíquese usted, que eso de la pizarrita y el ordenador es cosa suya.

            ―Van a atravesar la puerta 69-B. Es una puerta particular.

            ―Cuando llueve se moja, pero sólo la mitad.

            ―¿Puedes parar de bromear un segundo, Julián?

            ―Gracias, Amelia. Esta es una puerta de sólo ida, su correspondiente no tiene vuelta atrás.

            ―Pardiez, eso no me gusta.

            ―A mí tampoco. No quiero verme atrapado en plena Guerra de la Independencia…

            ―No se preocupen tanto, Ernesto tiene ese gusto por el drama. La puerta 69-B da a hace dos horas y quince minutos, pero en la Embajada Española en Estocolmo, en Suecia.

            ―Que es suelo español, y por lo tanto nuestra jurisdicción ―continuó Ernesto―. Pero como da a un momento tan cercano, no permite volver en la otra dirección.

            ―Y así se ahorran al menos el vuelo de ida, qué listos…

            ―Habrá que ahorrar como se pueda, que estamos en crisis―. Salvador alzó las manos―. El vuelo de vuelta se lo costea el Ministerio, no se preocupe.

            ―Muy amable. Y eso tiene que ver con el dolor de cabeza, imagino.

            ―Por supuesto ―continuó Ernesto―. El hecho de que se encuentren ahora mismo en Estocolmo y aquí produce una paradoja espacio-temporal que, de forma inconsciente, les da ese dolor de cabeza característico. Nosotros lo llamamos “retrosaca”.

            ―¿Qué decís con que estamos en dos lugares al mismo tiempo? Cuando parece que me he acostumbrado a una brujería, aparece otro truco nuevo y más pienso que sí que me ajusticiaron y que es al mismo Demonio a quien presto los servicios.

            ―Entonces ahora mismo hay una yo en Estocolmo y otra aquí… Pero la yo de Estocolmo es la yo de dentro de dos horas y quince minutos, osea, mi yo del futuro.

            ―Lo ha comprendido, Amelia.

            ―Claro que lo ha comprendido, es mi chica ―le guiñó Irene.

            ―No sé si lo he comprendido,  pero vuelve a dolerme la cabeza.

            ―Entonces dense prisa, en cuanto crucen la puerta estarán en la otra cara de la paradoja y el dolor de cabeza mejorará. Descubran qué ha pasado, cómo ha llegado Goya a la Estocolmo actual y si Walcott u otros como él tienen alguna relación con el asunto. No se retrasen más, el tiempo apremia.

            Cuando se hubieron marchado todos, Angustias se acercó a Salvador.

            ―Jefe, ¿qué va a hacer cuando se le acaben los chascarrillos sobre el tiempo?

            ―No lo sé, Angustias―. Salvador negó con la cabeza―. No lo sé.



―No sé cómo podéis estar tan a gusto con esta vestimenta, vive Dios.

            ―No, si yo de traje tampoco estoy muy cómodo, que parece que vaya a hacer la comunión otra vez.

            ―Pues a mí eso de llevar pantalones, pase, pero este vestido es…

            Julián admiró la ropa de Amelia.

            ―¿Bonito ?

            ―Indecente…

            Julián frunció el ceño.

            ―Se me ven las rodillas ―dijo Amelia con los dientes apretados.

            Julián soltó tal risotada que dos viandantes se cruzaron para mirar.

            ―No sé qué han dicho esos extranjeros, pero el tono no me ha gustado.

            ―Habrán dicho algo de los españoles, como siempre.

            Alonso se detuvo un momento. Amelia y Julián se dieron cuenta y se volvieron a su compañero. Alonso miraba alto, en su planta los años de militar. Los ojos perdidos en el pasado, la garganta contraída, la mano allí donde solía llevar una espada. Los hombros de Julián cayeron, Amelia alzó las manos a la boca.

            ―No podéis entenderlo, Julián, ni vos, Amelia, pero…

            ―Pero qué ―respondió Julián.

            ―Julián…

            ―Ni Julián ni gaitas, está siempre con lo mismo, que si la gloria de España, que si el orgullo de ser español, que si me sienta como una patada en los cojones… ¿Pues sabes qué? Que a mí también me jode.

            Amelia se ruborizó. Alonso clavó su vista en el enfermero.

            ―Me jode más que a ti, porque lo comprendo mejor. Tú al menos has vivido en una España que se enorgullecía de llamarse así. Yo no, yo he nacido después de la Guerra Civil, de la dictadura y de habernos convertido entre una cosa y otra en el hazmerreír del Mundo.

            ―Entonces, ¿por qué tanta chanza y tanta risa?

            ―Porque no puedo vivir amargado. Porque si algo tenemos es las ganas de reírnos de nosotros mismos, y eso no pienso perderlo por mucha crisis y mucho político corrupto. Porque si no nos reímos nos hartamos de llorar.

            Alonso dio una zancada hacia Julián. Este no se amedrantó. Amelia alzó los brazos con miedo. Alonso alzó ambos brazos y en un movimiento largo, dio un abrazo a Julián. Éste aceptó el abrazo.

            ―Somos hermanos de armas y compañeros, y ahora que os comprendo mejor, me doy cuenta de que también sentimos lo mismo.

            ―Pues claro que sí, joder.

            Amelia sonrió unos segundos. Luego dijo:

            ―Bueno, creo que hay una misión que cumplir.

           

―Este es el piso que se ve en el vídeo.

            ―¿Estáis segura?

            ―Hombre, no creo que de otro piso vaya a salir Goya.

            Efectivamente, en el otro lado de la calle estaba Goya, saliendo del portal y mirando alrededor con cara confusa.

―Pobre, parece perdido como un pulpo en un garaje. Don Francisco, Don Francisco… Parece que no me oye.

            ―MAESE GOYA.

            ―Nada, parece que esté sordo.

            ―Julián, es que está sordo…

            ―Hostia, no me acordaba.

            ―Entonces habremos de llamar su atención por otros métodos.

            Alonso saltó a la carretera, pero antes de que diera dos pasos en ella, Julián ya le había cogido del brazo antes de que un utilitario lo arrollara. Una serie de insultos en sueco emergió de la ventanilla.

            ―¿Sí? Pues así mil fiebres os lleven a vos ―le respondió Alonso.

            ―¿Entiendes sueco?

            ―No, pero todos los insultos son iguales. Pardiez, Goya no está.

            ―Se ha ido por allí ―señaló Amelia―. Iba mirando uno de esos esmartofonos de hoy día.

            ―Smartphones. Pero, ¿qué andará buscando?

            ―Sólo hay un modo de saberlo.



―Hombre, bien mirado es lo lógico.

            ―¿Qué es lo lógico? ¿Qué hay en este establecimiento?

            ―Huele a lejía y a rayos fritos, como todos los lugares de este siglo.

            ―Es un centro auditivo.

            ―¿Un qué?

            ―Un sitio donde venden aparatos para escuchar mejor.

            ―Falta le hacía, vive Dios.

            ―Pero eso es una desgracia ―dijo Amelia.

            Julián y Alonso  miraron a Amelia con confusión.

            ―Mujer, creo que tanto como una desgracia…

            ―¿Qué os ha hecho el tal Goya para desearle que siga sordo, el pobre ?

            ―No es eso, es lo que no hará. Si Goya no sufre por su sordera, nunca pintará las Pinturas Negras, la representación española del Romanticismo en el arte, el origen del Grotesqué y la cumbre de la pintura de su época.

            ―Vamos, que tiene que estar jodido.

            ―Paréceme un tanto injusto.

            ―Lo es, pero es así. Goya es quien es, entre otras, por sus Pinturas Negras.

            ―Bueno, pues aunque sea por no darle la satisfacción a Velázquez, vamos a joderle la vida al bueno de Goya.



Goya se encontraba ya en el mostrador.

            ―Un aparato para oír, oír…

            El empleado, educadamente, le respondía en sueco.

            ―No le escucho, buen hombre, por eso necesito un aparato de oír ―repetía, señalándose el oído.

            ―Don Francisco ―saludó Julián, poniéndole una mano en el hombro.

            El otro se volvió, asustado.

            ―¿Quiénes son ustedes?

            ―Amigos ―dijo Julián, deletreando con cuidado las palabras.

            ―No os conozco, buen hombre, ¿cómo se hace llamar amigo mío?

            ―Debe confiar en nosotros.

            Goya frunció el entrecejo.

            ―Al menos habláis mi idioma…

            ―Pero os entendéis con él a pesar de que no os oye.

            ―Pero lee los labios, como muchos sordos, ¿verdad?

            Goya asintió.

            ―En vos es fácil, hacéis por haceros entender, no como la mayoría.

            Amelia lo miró impresionada.

            ―Es parte de mi formación. También sé el lenguaje de signos, pero no creo que aquí el amigo Goya tuviera muchas oportunidades de aprenderlo.

            ―He de volver al piso del muchacho. Tiene algún problema pero no alcanzo a entenderlo.

            ―Nosotros le echamos una mano.



Era un hombre joven, con gran barba y pelo enmarañado, vestido con ropas de heviata y con un rostro de concentración insoportable.

            ―Me estoy cagando ―dijo.

            ―¿Perdón ?

            ―Me estoy cagando, ¿vale? ¿Están ustedes también sordos? Me cago.

            ―No es lenguaje propio delante de una dama.

            ―Me la suda. Yo me estoy cagando y me tienen que ayudar.

            ―Explíquese, para que podamos entenderle.

            ―La segunda puerta a la izquierda, es el baño. Prueben.

            Julián abrió la marcha, ante la clara reticencia de Amelia. Lentamente, sin saber qué horrores le esperaban detrás, atravesó la puerta.

            ―Amelia, necesito tu ayuda ―dijo desde el otro lado.

            ―Julián, creo que esto puedes hacerlo solo.

            ―Tú ven.

            Insegura, Amelia se asomó al interior de la puerta. Se encontró cara a cara con un estudio de pintura. En un caballete, un lienzo a terminar donde destacaban las sombras.

            ―Es una de las Pinturas Negras, ¿verdad?

            ―Sí. Estamos en la Quinta del Sordo.

            ―Eso pensaba yo. Pero esto no es territorio español, ¿cómo puede haber aquí una Puerta del Tiempo?



El timbre sonó con fuerza.

            ―Deben ser los expertos que envía el Ministerio ―dijo Julián.

            ―Eso espero ―dijo con acento grave y rostro congestionado el heavy.

            ―Pero buen hombre, ya os ha dicho maese Goya que podéis hacer uso de sus letrinas.

            ―Mire, como en el propio wáter, en ningún sitio.

            ―Eso lleva siendo cierto desde hace siglos, vive Dios.

            Al salón entraron dos personas. Un hombre con bigote regio y porte militar y un muchacho con gafas de pasta y barba rala.

            ―Buenas tardes ―dijo el mayor.

            ―Hola… ―saludó el joven.

            ―Somos los expertos ministeriales. Venimos a estudiar la anomalía.

            ―La anomalía se llama mi cuarto de baño y es la segunda puerta a la izquierda.

            El hombre se inclinó, el muchacho abrió la marcha.

            ―¿Te suenan? ―le preguntó Julián a Amelia.

            ―Al hombre me suena haberle visto en los periódicos, pero el niño…

            ―El niño ―respondió el muchacho―, tiene ya dieciocho años, así que de niño nada. Me llaman DarkWarlock77.

            ―Extraño nombre, sin duda ―dijo Alonso.

            ―No es un nombre. Es un nick, un maldito nick. Eres un niño de mi tiempo.

            ―Soy el mejor ingeniero temporal del país, así que un respeto.

            ―¿Por qué universidad ?

            El muchacho sonrió.

            ―No en muchas universidades se estudian viajes en el tiempo, ¿verdad?

            ―Dejadlo, buen hombre, el muchacho es rápido de intelecto y comprende ciertas cosas mejor que yo ―dijo el hombre, mientras conectaba a su móvil un artilugio en latón y madera a través de un cable USB.

            ―Y usted es…

            ―Teniente Isaac Peral y Caballero, a su servicio. Ingeniero naval y del Ministerio.

            ―Usted inventó el submarino…

            ―El submarino torpedero, en particular, sí.

            Isaac Peral pasaba el aparato alrededor de ambos lados de la Puerta.

            ―Sí, lo que imaginaba. Los niveles de picarescum se salen del gráfico.

            ―Como en el 67 ―dijo DarkWarlock77.

            ―Más estable, lo más estable que hemos encontrado nunca, la verdad.

            ―Si alguien puede explicar qué es el pica-lo que sea y el asunto del 67…

            Isaac Peral asintió al muchacho, que comenzó a hablar.

            ―El picarescum es, digamos, una forma de responder de las moléculas alrededor de una Puerta del Tiempo y creemos que es la base de éstas. Para explicarlo, digamos que tienes una tienda, y que tienes una puerta de entrada y otra de salida. La mayor parte de la gente entra por la entrada y sale por la salida. Mucha gente tiende a entrar por donde le da la gana, por lo que muchas tiendas ponen puertas que sólo se abren desde una dirección. Digamos que eso es el tiempo, un flujo que se mueve sólo en una dirección.

            ―Pero…

            ―Pero si piensas en el típico español, aunque la puerta de salida sólo se abra desde dentro y esté marcado en todas partes que es la salida e incluso esté conectada a los sistemas de alarmas…

            ―Entrará por la salida y saldrá por la entrada por llevar la contraria.

            ―Exactamente. Digamos que el español encuentra las “puertas de atrás” de forma natural, es un generador espontáneo de picarescum, de comportamiento anormal. Por eso es en España que el rabino Leví encontró las Puertas del Tiempo.

            ―Ahora vamos a lo del 67 y a lo del baño de este pobre hombre.

            ―Sí, por favor, que no aguanto más…

            ―Entre los años 50 y 70 ―continuó Isaac Peral―, la emigración española a Europa aumentó. La crisis de la postguerra española y la reconstrucción de Europa favorecieron que muchos salieran de España. En el 67, ese flujo migratorio provocó un acúmulo anormal de picarescum en Europa, tanto que durante 15 segundos, la puerta del segundo camerino de un pequeño teatro en Berlín conectó con el desembarco de los primeros fenicios en Málaga.

            ―Con hilarantes resultados ―se rio DarkWarlock77.

            ―Pero en este caso es más estable. Posiblemente por este segundo flujo migratorio de jóvenes.

            ―Las relaciones personales a través de internet, de los smartphones y las redes sociales han hecho que los flujos de picarescum vayan más rápidos y por lo tanto era de esperar que esto sucediera tarde o temprano.

            ―Vale, vale, eso está muy bien, pero cómo cojones recupero yo mi wáter, que esto que tengo aquí está pidiendo pista de aterrizaje…

            Isaac Peral y DarkWarlock77 se miraron unos segundos. Luego asintieron. Dieron dos golpes fuertes a cada lado del marco y luego una patada a la parte baja de la puerta. Se escuchó un pequeño clic. Isaac Peral abrió la puerta, y allí estaba el baño. El hombre, con una sonrisa de felicidad exultante, salió corriendo, apartando a Amelia, Julián y Alonso, y se encerró en su cuarto de baño.

            Julián miró a los técnicos con el ceño fruncido.

            ―¿Qué base científica hay en lo que acaban de hacer?

            ―No, ninguna. Pero funciona.

            ―Es una Puerta española, no lo olviden.

            ―Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playaaaa… ―cantaba el hombre en su baño, entre sonidos horrísonos que la mente humana no está preparada para entender.

            ―Mucho heavy metal escandinavo, pero lo que tira es la tierra…

            ―Bueno, señores, ¿y para activarla de nuevo?

            ―No se puede ―dijo con una sonrisa el muchacho.

            ―Entonces, ¿para devolver al señor Goya a su tiempo?

            Los técnicos se miraron con un asomo de terror.

            ―Vamos a tener que meter a Goya en un avión… ―dijo Julián.

            ―Pues no seré yo quien le explique al sordo que ahora el hombre vuela en pájaros de metal, he dicho.



Mientras Alonso yacía dormido en el sueño de los justos y los antihistamínicos, Amelia miraba asombrada a las nubes cortadas por el ala del avión e Isaac Peral y DarkWarlock77 tuneaban un móvil para rastrear nuevas concentraciones de picarescum fuera de España, Julián contemplaba a Goya, que estaba pensativo. Le rozó el hombro con cuidado, y no le habló hasta que estuvo seguro de que podía leerle los labios.

            ―¿En qué piensa?

            ―Pienso en ese pobre muchacho, en ese gesto de sufrimiento, de cólera, de injusticia e incomprensión.

            ―Es que los apretones son muy malos.

            ―Y que lo diga usted. Pero es algo más, había un sentimiento de constante injusticia.

            ―No se le puede reprochar. Lo han echado de su tierra por culpa de una crisis de la que él no es culpable, ha tenido que instalarse lejos de su familia y los suyos. Yo también estaría de mala leche.

            ―Esa rabia contenida ―seguía Goya, ensimismado―, es lo que me faltaba, lo que estaba buscando. Ese muchacho es la inspiración que necesitaba. Al fin le he puesto cara a mi Coloso.

            ―Ya decía yo que me sonaba de algo… ―reflexionó Julián.

            Y con ese pensamiento, se dejó mecer camino a casa.







Recientes descubrimientos aseguran que el Coloso no es de Goya, pero, oigan, hay viajes por el tiempo, hagamos algunas concesiones.

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